A modo de introducción.
"Un breve momento y una larga noche" es un cuento de Manuel Villaverde, fue finalista en el concurso de literatura erótica
"Los cuerpos del deseo" y publicado por los auspiciadores de dicho
concurso en un libro que recopilaba los mejores cuentos seleccionados por el jurado entre más de 500
autores de todo el mundo de habla hispana. ¡Disfrútenlo!
Un breve momento y una larga noche.
Volvió a su casa después de haber probado el
agridulce sabor de la noche de Miami.
Fue a un restaurante peruano, la rústica
construcción de piedra con travesaños de madera oscura le hacía sentirse en
ambiente y el ceviche estaba de moda. En una vida tan segura y tranquila hay
que buscar la aventura, el riesgo a como dé lugar y comer pescado crudo con zumo
de limón, sal, pimienta y ajo, es un riesgo alto para un país obsesivo
compulsivo, por eso el sushi y las películas de acción también son populares. En
Perú el ceviche se come de día y con cerveza o pisco sour, pero no en Miami, en
Miami se come a cualquier hora y con mojito, también cerveza. Terminó su plato,
pagó y dejó una generosa propina, era su manera de hacer caridad, prefería
dejarle el dinero a quien le servía y no a quien desconocía aunque se muriese
de cáncer, igual se consideraba piadoso.
Manejó hacia una abierta y ruidosa cafetería
cubana para saborear el cortadito con la leche evaporada de rigor y terminó en
un lounge con música "house" y sorbiendo un vodka con jugo de
arándanos. Le gustaba Miami, podía viajar de un país a otro sin necesidad de sufrir
aduanas pero al final, no lo sabía ni lo hubiese aceptado aunque se lo hubiesen
dicho, no había salido de un viejo y aburrido balneario.
La soledad se iba convirtiendo en una pesada rutina
soportable, sin embargo no dejaba de pincharle el costado como si fuese un buey
del que dependía que la carreta de ansiedades que tanto le pesaba llegase a su
inexistente destino. No obstante eso, se sentía un tiburón en su Caribe, un
león en su sabana, el dinero entraba sin tener que invertir mucho esfuerzo y
una legión de ignorantes hacía lo que tenía que hacer para que el mundo fuese
cada vez más cómodo y de todas maneras la constante presencia de alguien a su
lado podía ser un fardo muy pesado, más pesado que la soledad, así que la
compañía temporal seguía siendo su mejor opción.
La barra estaba llena de aspirantes. Brillaba
húmeda y cristalina. Sonreían, libaban, conversaban por debajo del repetitivo
sonido de la autística música. Todos eran unos desaforados aspirantes, se medía
con ellos y sin base clara pero rotunda y suficiente, siempre salía ganando. Paneaba
el local con aquilinos ojos.
Una rubia muy nórdica pero de anchas caderas y
senos firmes, sin una gota de colágeno, con ropa cara y escasa, se le acercó.
Su rostro ario era traicionado por unos gruesos labios rojos, pelo rizo y unas
curvas más congolesas que germánicas. Le miró fijo a los ojos, como nadie se
atreve a mirar en este pueblo, levantó su transparente copa de cóctel que hacía
juego con sus iris azules, hasta justo el nivel de sus párpados inferiores,
sonrió mientras la bajaba nuevamente y cambió la vista. Dejó la copa sobre la barra
y se dirigió a los baños. Él la siguió.
El vestido elástico dejaba ver sus nalgas como
si caminase desnuda. Se movían suavemente, como las gigantes olas tranquilas de
mar afuera, el pelo chorreaba como agua en cascada, le pareció que era capaz de
verlo crecer en ese mismo momento. El vodka estaba bueno, se lo bebió de un
trago y dejó el vaso vacío en una mesa cualquiera, con disimulo aspiró un poco
de cocaína y continuó acercándose a ella, que al llegar a la entrada del baño
para damas se volvió, le miró fijamente y no fingió sorpresa:
- ¿Vienes? -Dejó
que la palabra se deslizara por su boca como si la palabra fuese acariciable,
besable. Sintió que esos labios que habían presionado con tanta suavidad la
palabra para que se convirtiera en manipuladora caricia, le hacían lo mismo en
su miembro que ya empezaba a despertar impaciente entre sus piernas.
No dijo nada, tan solo avanzaba el espacio que
le era permitido.
Se metieron en uno de los cubículos reservados
para los inodoros. Corrieron la plateada
y elemental cerradura. Se besaron como si se conocieran de siempre, casi podían
sentir los golpes del pulso en la punta de las lenguas mientras se acariciaban
sin mucha saliva, quería guardarla para lubricar la prematura penetración que
se venía con certeza. Deslizó suavemente la mano por la delicada y redonda
cadera subiendo el vestido al mismo tiempo, la clara piel era lampiña pero
estaba erizada, temblaba más rápido que las alas de un colibrí. Sus dedos
buscaron en la entrepiernas caliente y húmeda, no necesitaría la baba y no
había ropa interior.
Sintió una suave y experimentada caricia en su
pene, en sus testículos, ya tenía los pantalones y el calzoncillo por las
rodillas y no se había enterado de cómo habían llegado allí. La rubia bajó
rápida, no necesitó pedirle nada. No le defraudaron esos carnosos e incitantes
labios que habían sabido despertar el deseo con tan sólo pronunciar una palabra.
Le apretaban suavemente el turgente glande mientras la lengua le hacía
cosquillas por abajo, la sentía llegar desde la punta hasta la base y regresar,
la excitación era mucha, comenzó a lubricar como quinceañera, ella supo que era
el momento de parar, subió, le agarró suavemente por los pelos mientras
presionaba levemente hacia el mediodía de su femenina anatomía.
Sintió el olor de las ganas, el perfume de la
verdad y la mentira, del comienzo y el fin, la esencia del universo. Los suaves
y meticulosamente cortados vellos del rubio pubis le rozaron la cara, su lengua
buscó ansiosa la delicada y mágica protuberancia, sus labios fueron absorbidos
en un cálido abrazo por otros labios mayores y menores, hinchados, reales,
vivos… succionó la carne… sintió como de la vagina salía un líquido con olor a
almidón, pegajoso, áspero, quemante, que le llenaba la boca, le irritaba la
garganta, que se le secó en la piel de la cara sin habérsela mojado, tenía el
sabor de la pólvora, del enemigo, el sabor de una mordida y un puñetazo y en
ese mismo momento eyaculó en un mínimo, imperceptible espasmo de algo que debió
ser placer y fue nada, mientras perdía completamente la erección y del estómago
le venía una agria y seca arqueada.
Se separó tosiendo, cayó contra la puerta que
no le soportó y se abrió completamente dejándole dar a todo lo largo contra el
piso del baño. Miró, desorientado, herido, asqueado, sin querer preguntar, sin
querer saber pero sabiendo, a la rubia lasciva y voluptuosa que sonreía provocadora
con las piernas abiertas y la mirada enajenada, mientras se frotaba el clítoris
y los labios todos con el semen ajeno y fresco que todavía brotaba de sus
entrañas y la saliva suya. Ella se retorcía de gozo, recostada contra el tanque
del inodoro y la pared, en un ordinario pero placentero orgasmo. Él sintió
nauseas y vomitó.
Corrió llorando de impotencia y susto, no entendía
nada.
Pensó que lo sabía todo, que lo podía todo por
haber conseguido una compañía de un moralmente dudoso éxito que le permitía más
días de descanso que a la mayoría, donde podía emplear a inmigrantes recién
llegados a los que les convencía de que ganar en efectivo y menos dinero de lo
que la ley obligaba como pago mínimo era lo mejor para ellos y así no tenían
que ganar más en el momento de declarar los impuestos, todo muy enredado pero muy
claro.
Pensó que era un dios postmoderno depredando
en su Olimpo subtropical pero se había equivocado. Era tan sólo un imbécil más
con menos escrúpulos. Seguiría sin saberlo y de todas maneras no lo hubiese
aceptado aunque se lo hubiesen dicho.
Se lavó la boca con agua, con vodka, con ron,
con su propio orine, pero seguía quemándole, lloraba.
Nunca más sería el mismo. Alguien tendría que
pagar por su estrepitosa caída, no podría olvidar la sonrisa de placer de la
rubia que se venía sin importarle que él yaciera herido en el piso, sucio, de
un baño público.
Volvió a su casa después de haber probado el
agridulce sabor de la noche de Miami.
Junio 2012
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