I
Era una mañana como todas, nublada o clara
daba lo mismo, a Laura no le interesaba. Se sentía mal. Le corría la nariz y le
dolían los huesos, la cabeza le parecía llena de plomo y le ardía la cara. Se
sentía morir. Cada año sufría una gripe y se le olvidaba al siguiente y todo
parecía nuevo cuando volvía a enfermarse y la nueva gripe parecía la peor que
había sufrido jamás, la que nunca había tenido, aunque era igual que la del año
anterior pero ella no la recordaba. Lo único viejo y constante era el
aburrimiento… y las deudas.
Los ciclos son así, nos sorprenden una y otra
vez. Todos los años llueve y el viento desnuda los árboles, todos los años hace
calor y zumban los insectos pero nos parece que el último siempre es el más
extremo, el verano más caliente o el huracán más bravo. Todos los años nos
enfermamos y estamos convencidos de que nunca antes nos habíamos sentidos tan
mal como esa última vez.
Los ciclos son así, todo se repite monótonamente
sin darnos cuenta pero nuestra egocéntrica mente no alcanza a comprender que no
es nuestro destino sino el destino del universo, y Laura tampoco lo entendía ni
le importaba entenderlo.
Se levantó de mala gana. Generalmente los
viernes son felices a pesar de la semana entera aplastando desconsiderada la
voluntad. Pero este viernes no era bueno, Laura se sentía mal y tenía que ir a
la oficina, una elegante sucursal de una poderosa compañía local acogida a la "distinguida"
bancarrota en la sombreada y bipolar avenida de Coral Way, en uno de los tantos
centros de Miami si es que tiene alguno.
Se sirvió lo que quedaba de leche, le diluyó
café instantáneo y calentó la mezcla en el horno de microondas mientras buscaba
en el cajón de la meseta una pastilla que la ayudara con el día. Pensó que
quería ver a Paolo y a la vez no quería. Paolo ya la tenía un poco cansada,
sabía que se entendía con alguien más, siempre lo había sabido pero no tenía ni
la más mínima idea de quién era ni cómo se llamaba ni quería que le interesara
aunque se moría por saberlo. El mismo Paolo se lo había comentado cuando al
principio de conocerse en la oficina las cosas entre ellos habían avanzado a
una relación más húmeda.
En su soledad pensó que podría convencerlo,
hacerlo cambiar, envolverlo y hacerlo suyo y tener una vida normal con un
esposo tranquilo metido en la casa proveyendo alimento, techo y compañía, un
esposo a quien le pagaría de vez en cuando con su preciado sexo. El problema de
la fórmula era que su sexo no era tan único y que nadie cambia, pero eso Laura
tampoco lo sabía y ya eran dos años de revolcones esporádicos y fines de semana
alternos, con trasnochadas, fiestas y borracheras pero ningún compromiso,
ningún avance hacia la tranquilidad hogareña.
Terminó de vestirse con un juego gris de saya
y chaqueta, agarró la cartera y su sonoro manojo de llaves con dijes y
talismanes de religiones diversas y se
fue.
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