Monday, January 30, 2017

Herbert Spencer, por José Martí

Por su cerrada lógica, por su espaciosa construcción, por su lenguaje nítido, por su brillantez, trascendencia y peso, sobresale entre esos varios tratados aquel en que Herbert Spencer quiere enseñar cómo se va, por la excesiva protección a los pobres, a un estado socialista que sería a poco un estado corrompido, y luego un estado tiránico. Lo seguiremos de cerca en su raciocinio, acá extractando, allá supliendo lo que apunta; acullá, sin decirlo, arguyéndolo. Pero ¡cómo reluce este estilo de Spencer! No es ese estilo de púrpura romana de Renán, sino cota de malla impenetrable, llevada por robusto caballero. Muévese su lenguaje en ondas anchas, como las que imprime en el océano solemne un imponente vapor trasatlántico. Es su frase como hoja de Toledo noble y recia, que le sirve a la par de maza y filo, y rebana de veras, y saca buenos tajos, y tanto brilla como tunde: derriba e ilumina. Su estilo no tiene muchas piezas, ni las ideas le vienen de pronto y en racimo, y ya en la familia y dispuestas a expresión, sino que las va construyendo lentamente, y con trabajoso celo leyéndolas en los acontecimientos. Se inflama a ocasiones en generoso fuego; pero la llama, que brilla entonces intensa, dura poco. Es un estilo de cureña de artillería, hecho como para soportar las andanadas certeras que desde él dispara el pensamiento. Habla, como otros en cuadros, en lecciones; tanto, que a veces peca de pontífice. Como en una idea agrupa hechos, en una palabra agrupa ideas. Sus adjetivos le ahorran párrafos. El funcionarismo, que tiene intereses comunes, es ‘coherente’; el público, que anda suelto y se pone raras veces al habla, es ‘incoherente’. ‘Agencias’ son las fuerzas sociales. Ve el flujo y reflujo periódico de la vida en los pueblos, como un anatómico ve en las venas el curso de la sangre. Escarda cuidadosamente, entre los hechos diversos, los análogos; y los presenta luego bien liados y en hilera, como soldados mudos, que van defendiendo lo que él dice. Anda sobre hechos. Puede descontar de su raciocinio, como sin duda le acontece, un grupo de sucesos que debiera estar en él, y le hace falta para que no manque; pero no traerá nunca a su milicia formidable revelaciones que no recibe, ni especulaciones teóricas que con razón desdeña. De fijarse mucho en la parte, se le han viciado los ojos de manera que ya no abarca con facilidad natural el todo; por lo que, con tanto estudiar las armonías humanas, ha llegado como a perder interés, y fe, por consiguiente, en las más vastas y fundamentales de la Naturaleza. Y este aspecto le viene de su gran cordura y honradez; pues ve tanto que hacer en lo humano, que el estudio de lo extrahumano le parece cosa de lujo, lejana e infecunda, a que podrá entregarse el hombre cuando ya tenga conseguida su ventura; en lo que yerra, porque si no se les alimenta en la ardiente fe espiritual que el amor, conocimiento y contemplación de la Naturaleza originan, se vendrán los hombres a tierra, a pesar de todos los puntales con que los que refuerce la razón, como estatuas de polvo. Preocupar a los pueblos exclusivamente en su ventura y fines terrestres, es corromperlos, con la mejor intención de sanarlos. Los pueblos que no creen en la perpetuación y universal sentido, en el sacerdocio y glorioso ascenso de la vida humana, se desmigajan como un mendrugo roído de ratones.
“Herbert Spencer.” La América. Nueva York, abril de 1884. Tomo 15. Páginas 387 y 388

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