Wednesday, November 16, 2011

Una Escalera al Cielo. Capítulo 1ero. Dr Manuel Villaverde (Una colaboración a propósito de la reciente polémica de la Feria del Libro de Miami y Alexandria Library)

 Pongo a disposición de ustedes pasajes de un libro autopublicado por Alexandria Library. El autor nunca ha tenido la intención de participar en ninguna feria, su única intención es contar algo y entretener a sus lectores mientras muestra una cara de la realidad cubana que no es la más conocida ni por los mismos cubanos, haciendo uso del lenguaje vulgar de la época en dosis adecuada y regalándonos pasajes de meditación sincera sobre conflictos existenciales propios a todos y de cristalino lirismo. Pido disculpas a todos al publicar de forma aficionada y mutilada. Espero lo disfruten.
                                         PRINCIPIO
 Lo peor que podía pasar era lo que no quería, no sabía bien qué, si de algo estaba seguro era que no había nada peor que el Servicio Militar Obligatorio en Angola o Nicaragua, después de eso, el Servicio Militar Obligatorio peláo, más conocido como “El Verde”, sin salir de misión, eso era lo peor.
¡Imagínate tú que a los profesionales que cumplían “Misión Internacionalista”, en Angola o Nicaragua o donde fuera, les daban un carro o algo por el estilo!, ¡Puro lujo!, y el recluta maricón tenía que meterse el verde, la misión, el carajo y la vela por siete pesos al mes y felicidades si regresabas vivo.
Por eso mismo dije que no cuando me preguntaron si quería ir a una “Misión Internacionalista”, porque inmolarme por cualquiera no es mi estilo, mucho menos por un HP como el “Cara de Coco” y toda
su “filosofía barata” de salvar a los pueblos y los oprimidos, (parece que el pueblo y el oprimido era él porque es lo único que ha salvado)..., tremenda candela me busqué con eso de decir que no, pero a lo hecho pecho, que yo soy hombre de una sola palabra desde chiquitico. 
 El caso es que eso era lo peor, irte para el ejército, tres de los mejores años de tu vida desperdiciados en un campamento sucio, rodeado de oficiales frustrados, cuidando un almacén vacío pero que decían guardaba los cohetes rusos de los sesenta o aviones secretos o cualquier locura similar, comiendo un rancho con agua y algo más y algunas veces sal, saliendo de pase una vez a la semana y un fin de semana al mes, si se acordaban; pasar así tres años de tu
adolescencia o juventud.
Lo peor pasó.
El día era soleado, sin nubes, la temperatura del verano tropical se hacía menos insoportable con una brisa que parecía bailar al son de Lecuona (a quien no conocía en aquel entonces). 
Mi amigo no estaba, su madre agonizaba en un hospital después
de haber sido apuñaleada varias veces para robarle la cadena de oro y los zapatos, no tenía nada más de valor. El amigo de mi hermano tampoco estaba, ese me había prometido ayudarme con la unidad
militar, me dijo que fuera para otra diferente a la que me tocaba, que se lo dijera al guardia que asignaba las unidades, que me cambiara que él lo tenía todo arreglado.
El tipo que leía las unidades asignadas era un gordito cuarentón, colorado y con falta de aire a quien no le asentaba muy bien el uniforme, se parecía más a Cantinflas que a Napoleón (aunque mirándolo bien, a Napoleón tampoco
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le queda muy bien el uniforme). 
 Me encontraba parado en medio del patio de una antigua casa de familia, que ahora fungía de comité militar, una casa de arquitectura moderna de los cincuenta, con varias habitaciones, dos niveles, y este patio lateral donde nos apiñábamos casi un centenar de adolescentes desdichados, los que no pudimos entrar directamente a la universidad o nos faltó la suerte de tener un familiar influyente. 
El teniente resollaba y se enrojecía cada vez que terminaba seis o siete nombres. Nombraba la unidad y a continuación por orden alfabético, los asignados a dicha unidad. Yo no le prestaba mucha atención a nada, lo que me rodeaba me parecía ajeno, no
estaba allí, mi cuerpo era una presión constante contra mí, sentía que me desprendía pero el cuerpo no me dejaba ir, me agarraba duro, me apretaba dentro de sí, como si estuviese metido dentro
de un barril con mi forma, y se fuese cerrando, la visión se me hacía un tubo, a pesar de la luz del mediodía todo parecía en blanco y negro o rojo, y lo que el tipo decía era una estática, un ruido sin
sentido, pero de repente se hizo un silencio, la voz metálica y distorsionada rezongó algo familiar...
silencio..., volvía lentamente a mi cuerpo, a tomar posesión de mis sentidos, escuché el nombre de mi amigo saliendo de la disneica boca del tenientico:
—¡Arturo! ¡Tercera vez que lo llamo! ¡Si alguien lo conoce que le dé consejo, se va a meter en un lío!
—Yo lo conozco, es mi amigo. Su madre está muriendo, por eso no ha venido.
—¡Ese no es mi problema! ¡Si no se presenta le echamos los “Boinas Rojas” pa’ que lo busquen!
 ¡Cojones!, ¡Qué duro está eso! Pensé mientras volvía a mi ensimismamiento, aprendiendo, acostumbrándome enseguida a la bestialidad militar, no muy diferente de la civil, solamente encuadrada por horarios más rígidos y de una impunidad que crece de manera directamente proporcional con el grado militar, cosas que
descubriría luego. 
Mencionó mi nombre.
—Oficial, yo quiero que me cambie para la 2876
—La unidad que te toca es otra.
—Si es posible, quisiera que me cambiara.
—¿Tu eres loco o comemierda? Yo te cambio.
Sonrió, eso me dio mala espina, me había complacido sin mucho problema, bueno, ya había logrado el cambio, el socio de mi hermano lo tenía todo “cuadrao”, el conocía gente allí.
La guagua que nos llevaría a la unidad de entrenamiento, marca Girón Cinco, el cinco en números romanos, quizás para rememorar la falsa victoria en Bahía de Cochinos, era muy a propósito para cualquier remembranza de “logro revolucionario”, ese bus, más conocido por Aspirina, debido a su reducido tamaño y diseño cuadrado, feo, era un horno refractario, no podíamos recostarnos a los negros y duros asientos de plástico de lo calientes que estaban, me daba la impresión que si me recostaba, se me iban a pegar quemándome interminablemente, sin poder desencarnar la infernal materia. 
La brisa no bailaba ya, Lecuona había desaparecido, ahora ardía
una hoguera al ritmo de los Van Van. El chofer, un tracatán de los militares, se reía mientras iba nombrándonos para que subiéramos a la guagüita.
—¡Alejandro Rodríguez!
Llamó varias veces sin respuesta. Recordé quién era el tipo, a pesar del nombre común, Alejandro se llamaba, como buen hijito de papá identificado con el proceso y huele culo de Cara de Coco, pues
para el que no lo sepa, el segundo nombre o el nombre de guerra de Cara de Coco es Alejandro, como Alejandro Magno, y todos los hijos de Cara de Coco tienen nombres que comienzan con la letra A,
incluido el primogénito, que por segundo nombre lleva Ángel, que la A es la primera letra del alfabeto, y es que la megalomanía de Cara de Coco no tiene límites, hasta donde co nozco no se ha atrevido a
nombrar un hijo Adolfo, pero de muchos es sabida su admiración por Adolfo Hitler, aunque de seguro se sabe superior a este, pues se ha mantenido en el poder desde el cincuenta y nueve por el resto de
su vida, aunque las motivaciones de ambos son distintas la locura es similar y el resultado igualmente catastrófico para los de abajo, y este chama, como buen pichón de comunista arrastra’o, se llamaba
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Alejandro, en honor al César (y no quiero decir que todos los Alejandros sean eso ni se llamen así por el mismo motivo, "aclarar quiero para que a confundirse no vayan", pero muchos apapipios nombraron a sus hijos Alejandros, Ernestos y Camilos, sólo una
lamida de culo más, otros por pura moda).
Mi compañero de asiento me reafirmó lo que recordaba.
—El Alejandro ese es el que vivía al doblar de la escuela, que el padre es un pincho. Le pagó a no sé quién para que lo quitaran de la lista, parece que le robaron el dinero —dijo esbozando una
sonrisa que se convirtió en mueca cuando terminó
su idea—, igual el padre resuelve el problema.
Fue entonces que me percaté que ninguno de los “hijos de papá” habían sido mencionados, ninguno andaba por allí, pero no me había dado cuenta antes, debe ser porque no era la gente con
la que me relacionaba. 
No eran los alumnos más brillantes pues ni con el poder de los padres ni con el dinero podían obtener las mejores notas
en sus exámenes, el aprobado o el promedio era a lo que podían aspirar con sobornos y chantajes, los hijos de pinchos más gordos obtenían mejores notas, eso sí, algunos habían tenido el privilegio de
responder exámenes de ingreso a la universidad en la comodidad de su casa o el lujo de sus carros (que ya dije antes que los profesionales iban a la guerra sólo para tener el derecho de comprar un carro), y con las respuestas al lado, como los hijos del
fiscal que dirigía el circo Causa Uno. Entonces no se habían ganado la universidad por su esfuerzo o inteligencia, pero tampoco estaban aquí, en la otra opción. ¿Dónde estaban? En Varadero quizás.
El movimiento de la guagua generó una incómoda corriente de aire, que nos parecía mandada del cielo, para mitigar nuestro martirio
o para hacerlo peor, no sé, y las calles cubiertas por la copa de árboles creciendo a sus anchas en medio de la ciudad, levantando aceras y casas, penetrando cimientos, fosas, alcantarillas,
enredando cables eléctricos y destrozando fachadas, verdaderas espadas de Damocles esperando cualquier ciclón o tormenta tropical
para caer imperdonables sobre sus víctimas, las calles cubiertas por estos gigantes palacios de insectos, pájaros, reptiles y roedores, no eran tan calientes, y ahora los titanes carmelitas y verdes
no nos parecían tan amenazadores mientras aplacaban la furia del calor de agosto.
Cuando me bajé de la Aspirina en la unidad, fue como si me hubiese dejado a mi mismo detrás, como si hubiese mandado a alguien a representarme, y yo estuviese sobrevolando la escena. Nos formaron
en hilera, por orden alfabético, otra lista más, otra vez Alejandro y silencio.
Las hileras eran de diez reclutas, en número de tres hileras una detrás de la otra, treinta jóvenes
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en total, se repetían en el patio de la unidad en la medida que llegaban las guagüitas. Vino un guardia alto, grueso, de barriga tensa y mirada estrecha, piel tostada y una imperceptible pero incómoda
asimetría en la sonrisa.
—“Ya utede no son civile, ahora son recluta de la patria socialidta.” FIRRRMEEE!!!!!
¡Cojones! ¡Qué duro está eso! Pensé mientras
me sacaba de mi ensimismamiento el grito y alguien inoculándome una desconocida vacuna en el tríceps izquierdo.  
Nos llevaron a un almacén de madera, con una ventana abierta a un lado donde dos reclutas tenían libretas con nuestros nombres y
contaban uniformes, cascos, botas y cintos mientras se reían y nos llamaban “podridos”, nombre dado al que acaba de entrar al verde y le quedaban por delante tres largos años de servicio.
Un carro Lada, azul prusia, con cristales oscuros, un lujazo, frenó en el patio donde minutos antes las Aspirinas nos habían vomitado como comida descompuesta, mal digerida por el calor del verano.
Del auto se bajó un rubito pequeñito, con lentes de sol, de los que sólo venden en tiendas de dólares para extranjeros o pinchos, más conocidas como “Shoppings”, en el asiento de al lado del chofer
un tipo cuarentón y arrugas de sesentón, nariz curva y expresión de estar oliendo mierda, observaba tranquilamente. El rubito, delgado y grácil como una bailarina y al mismo tiempo desenvuelto y seguro como un agente 007, se acercó a los oficiales, mostrándoles unos documentos. Iván, mi vecino de asiento en el viaje (¿o debiera decir caída?), se me acercó.
—Mira, ese es el famoso Alejandro Rodríguez.
—¿En serio?
Fue todo lo que pude decir para alcanzar a oír cómo los oficiales le pedían disculpas al rubito por la confusión y la molestia de tener que viajar hasta la unidad, cita en el culo del mundo, mientras
tanto otro oficial se acercaba al carro para saludar militar y servilmente al avinagrado acompañante del rubito y nosotros nos cocinábamos en la fila esperando por los oficiales. 
Alejandro Rodríguez iba en la lista del ejército entre el nombre de Iván y el mío y fue tachado de la lista que tenían los burlones reclutas que repartían uniformes y que no entendían nada de lo que pasaba o si lo entendían lo asumían como normal, el orden natural de las cosas y así fue como quedamos juntos en la lista y el pelotón, Iván y yo, un tipo alto, de piel muy blanca, pelo rubianco y muy rizado y ojos de un color claro amarilloso, con facciones finas, raras, lo que llamamos un jabao, o lo que es igual, alguien con antepasados negros pero que sale blanco, un tipo que cargaba con un nombre ruso por un error, un accidente histórico, de padre soldador y
madre que “planchaba para la calle”, gente que sufrió la corrupción de un pasado y creyó en
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la bondad de un futuro que terminó por ser un interminable presente de sacrificios y escaseces inconmensurables pero ocultas a los ojos de todos, incluso prohibidas de mencionar por las propias
bocas que no se abrían ni para comer ni para protestar, probablemente como las de los reclutas burlones, ignorantes de todo o sumisos a la realidad, al “orden natural” de la vida, al quítate
tú pa’ ponerme yo y el mejor malo conocido que bueno por conocer, al miedo, la resignación o sabe Dios a qué, incapaces de protestar pero dispuestos a burlarse del semejante, probablemente lo único
permitido o imposible de prohibir.
Alejandro se fue al carro y partió haciendo realidad en ese segundo, el sueño de todos nosotros.
No lo vi más.
Después de probarnos el uniforme pasamos al corte de pelo. Los improvisados barberos, reclutas burlones, se tomaban muy en serio su tarea pero no tenían NPI (ni puta idea) de lo que hacían, los
lamparones en las cabezas de los podridos y las
islas de pelos, eran comiquísimos, yo me había pelado antes de entrar, con mi barbero de siempre, y no tenía que someterme a la inexperta tijera pero decidí hacerlo, el comienzo de una nueva
etapa requería un nuevo corte de pelo más acorde con la etapa por vivir. 
El resto del día transcurrió tranquilamente mientras nos acomodaban y nos daban instrucciones preliminares.
De Arturo no supe, el estaba en otra unidad, a la que yo debía haber ido en primera instancia, a Iván lo conocía de vista del Pre, nada más, a Mario nunca lo había visto. Un tipo bajito, con una rizada
melena castaña que sucumbió a la roma tijera de uno que parecía eyacular cada vez que cortaba un mechón del cabello de Mario mientras se reía suavemente, como disfrutando la mutilación, el
aguillotinamiento. Mario ya era algo distinto, su rostro había perdido el marco y su cara felina se agigantó, se desparramó, como si las nubes de la tormenta, al pasar, dejasen ver la montañosa isla en el horizonte.

© Manuel Villaverde, 2010
Todos los derechos reservados
ISBN: 978-1-934804-94-0
Library of Congress Control Number: 2010917476
www.alexlib.com/escalera

3 comments:

Anonymous said...

Esta bueno. Van a sacar mas?
Cualquiera

Anonymous said...

Me parece estarlo viviendo de nuevo, asi mismo es, los hijos de puta de los pincho y sus hijitos vacilando y el pueblo de bestia, a mi me llamaron al verde y asi mismo me sentia, como si me hubiesen metido en la carcel

Anonymous said...

jeje yo me salve por estar en un sitio que le interesaba al cara coco ,que si no angola o etiopia me esperaban,solavaya

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